viernes, 11 de septiembre de 2009

paredes blancas

y yo me he quedado reducido a observar pájaros ...
Bukowski
Mientras rememoro a Bataille y escucho a Marlango, recuerdo una pared blanca, las calles vacías que he recorrido con los ojos cerrados de sueño, cuando son raros los días y las avenidas, cuando esperas sin esperar nada, pero sigues esperando. Mientras me acuerdo de Simona y su ojo vaginal, y escucho a Charly, con dos kilos de mierda en la boca; suelo recordar las frases que escribí hace días para un concurso que no ganaré, "me acuerdo" de las caras fracturadas de las putas de mi cuadra, de los dedos sin uña de un viejo borracho que me evocaba a Bukowski, de las luces podridas de esta puta ciudad como dice Fito.

Mientras intento buscarle un jodido título a este escrito absurdo, y no consigo encontrar alguno que le quede, y opto por dejar cualquier ridículo juego de palabras que se me ocurrieron en este momento, pasa por mi mente la ciudad de Buenos Aires que no conozco, con muchas luces, pero no brillantes como las de New York, ni las de la cagada París, estas con luces opacas, como me gustan a mí, luces apagadas, frías, solas. Y no sé por qué viene Novecento a joderme la memoria, con sus pasos silenciosos y vertiginosos, con su célebre frase, y las ganas inmensas de decir lo mismo siempre, pero claro a nadie le queda tan bien esa frase como a él, nadie suena igual.

Se reduce uno a tan poco, tan pocos trazos nos conforman, una frase vieja, una línea, una imagen hueca, un pasatiempo ajeno, una idea fija, una nota, un sonido extraviado, una combinación idiota de autores y personajes. La música ha cesado, la frase, el sonido, la imagen, el ideal, la infancia, la cara tonta, la mirada de ciervo muerto, las luces de Buenos Aires, los viejos locos muertos de hambre, los pianistas fenómenos, todo, la lucidez nunca fue tan perjudicial, no puedo fluir y esto se ha reducido a nada.

martes, 1 de septiembre de 2009

la muerte de la abuela

De niña pensaba que la muerte era ir con dios, pensaba que quien moría se iba a posar junto a las moscas verdes que adornaban los cuadros de San Miguel Arcángel y San Antonio de Padua. Un día soñé con la muerte, con la mía, y comprendí con cuatro años que esto nomás era un paseo, y sentí vértigo, mucho, y un miedo abrasador.

Esta elegía interrumpida en ocasiones, es la muestra viva de una historia familiar guiada por la muerte, rodeada por la fatalidad cotidiana, por las muertes de los otros, que también son tuyas, aún más tuyas. Es el canto sepulcral que desde niña he escuchado llamar a la puerta, cantar a las cinco de la mañana, llorar en las ventanas de cada habitación vacía.
Esta obsesión por la muerte es el patrimonio que heredé antes de nacer, antes de llegar pronosticada por la vida, vine al mundo acompañada por la muerte, por su paso lento, que nos ha alcanzado en cada muerto que se traga la tierra y la memoria.

La abuela murió hace una semana y su muerte ha sido una cuenta más de este rosario interminable de desvelos y tardes apáticas que la vida te otorga, una noche más de sueño entrecortado como la vida, como las muertes que dejan descansar y agotan. Su vida transcurrió siempre cerca de la mía, su sombra siempre estuvo cubriendo a mi sombra, su mano vieja siempre ocultó la mía, su ojo casi ciego, siempre apagó la luz del mío por las noches; su muerte ha significado mucho después de todo, aunque no signifiquen tanto las muertes, porque para eso estamos aquí. Y sin una sola lágrima, porque el llanto no sirve mas que para lavar los ojos, este recordatorio no es para afirmar su presencia ya extinta, sino para recordar mi herencia, mi patrimonio, la muerte ajena que siempre es nuestra, porque vivo sepultada con cada uno de mis muertos.