viernes, 7 de mayo de 2010

Library


Yo jamás he visto un yermo
y el mar nunca llegué a ver
pero he visto los ojos de los brezos
y sé lo que las olas deben ser.


Emily Dickinson


Dices que odias el mar,
y que amas las cosas que te son amables,
y hablas con encanto de estas dos palabras por separado,
una y luego la otra,
como si no fueran la misma cosa.

No eres un Aleph enfermo,
ni una mirada amarilla resignada.
ninguna imagen clara, ni oscura,
no te tornas amargo,
tampoco dichoso.
La amargura es para los días sin sol,
y la felicidad es una quimera.

La culpa colectiva te ha confinado a los rincones,
a los espacios sin tiempo, sin colores.
La oscuridad te rodea como a los condenados,
como a las palabras que cuelgan de tus versos
y se esconden en mis manos.
La dicotomía de tu imagen, un espejo fragmentado.

La futilidad se asoma por tu labio inferior, mueca, abrojo luminoso.
Sabes que todo ha pasado, y que aún no ha terminado de pasar.
Lo sabes por eso la saudade te cubre el rostro.

jueves, 6 de mayo de 2010

conejo


Conejo sabe ya que ésta no es la carretera que debía haber seguido,
pero teme detener el coche para dar la vuelta.
Ha dejado la última luz de una casa bastantes kilómetros atrás.


John Updike


Para papá

Conejo


Hoy se ha despertado con nauseas, con frío y sopor al mismo tiempo, se ha despertado e inmediatamente ha encendido la computadora y ha visto fotos en las que aparecen muchos desconocidos, ha seguido el rastro de un solo rostro que un día conoció, los otros no le dicen nada, y ese tampoco; sin embargo las fotos han sido inquietantes, han sofocado su atmósfera como en el pasado, cuando cualquier cosa le recordaba ese rostro, cuando aún sentía el cuerpo herido.

Su madre se ha marchado, nunca la extrañará, quizá un poco cuando muera, pero no es indispensable, aunque le calentaba los pies cuando hacía mucho frío. Por eso la computadora ha sustituido tan amablemente esa figura entrañable, por eso casi no ha notado la diferencia.

Las manos las ha sentido raras últimamente, si a eso le agregamos el dolor lumbar que no ha cesado, su cuerpo se encuentra enfrascado en molestias matutinas, también se aprende a vivir con dolores, sobretodo de espalda, ahí se lleva todo. Esto de las manos puede ser por hojear tantos libros que no lee, el hastío le ha invadido su único entretenimiento: leer; a veces se siente como un conejo que no permanece en un mismo lugar más de cinco minutos, todo se puede trastocar tan fácil, todo se derrumba aunque no se toque.

La idea de huir es latente, como los conejos, piensa, no los han visto, ni siquiera pueden dormir echados cuando hay alguien cerca, la sola idea de un intruso observándolos les atemoriza, les inquieta, duermen, si es que logran hacerlo, con un ojo abierto, siempre dispuestos a cambiar de sitio.

No ha recibido llamadas reconfortantes, tampoco le gusta hablarle a nadie, los saludos por teléfono le aburren, y mientras piensa en eso, la interrumpe la voz de su madre, qué, no se había ido ya, o sólo su deseo ferviente hizo que soñara todo.

Debe pensar en lo vital, y ni siquiera puede fabricar un pensamiento útil, no logra que su frente brille, sus pensamientos se perdieron cuando vio a su madre irse, se fueron con ella seguramente, los dejó ir cuando abrió la puerta. Idioteces, eso dejó.

Está pensando en pararse ya de esa silla, sabe que debe hacerlo, pero no se atreve, a veces le da miedo mover un dedo, otras veces se cambia el color del cabello tres veces al día, se lo corta ella misma y después lo pega con algo desagradable, cuando no sirve lo tira y al poco rato lo junta y lo guarda en una caja para cabello abandonado, nunca se deshace de él.

Ya es hora, el autobús ha pasado por su calle más de cinco veces, parece que se le agotarán los autobuses por este día, su decisión está averiada hoy.
Es mejor terminar los días en la cama, aunque no sea de noche, cuando duermes el día muere, relampaguea y se apaga, es mejor terminar el día de hoy así, aunque sean las nueve de la mañana, este día está ya muriéndose de viejo, piensa. No debe detenerse, y su frente brilla

viernes, 6 de noviembre de 2009

historia de un pantalón

Hay un pantalón en la casa color beige, justo debajo de mis pies, que tiene una historia; pese a estar tan maltratado es muy querido, le conservo porque le necesito, porque me hace sentir segura saberlo ahí, entre las cosas que no sirven, en el suelo, con mugre y cucarachas dentro. Tiene sin embargo una historia, una historia que puede ser la mía y la de otros pantalones, o la de otras personas; aunque no se parece nada a mi vida, debo contar su historia porque la conozco y me lastima no relatarla. Me quema no sacarla, me pica en el brazo como una mosca verdosa.

Sé que debo iniciar la historia, pero no se cómo, no se cómo se empieza una historia, y mucho menos cómo se cuenta la historia de un pantalón como este, con hilos dorados colgando y botones perfectos, con bolsillos pequeños y grandes, con estrechez maravillosa, no tengo idea, es más difícil de lo que pensé. Creo que claudicaré en mi tarea, creo que jamás podré hacerlo, no puedo hablar de él sin hablar de mí, sé que no tiene relación un objeto con otro, pero eso me indica este impulso que también me dijo que debería de narrar la historia del pantalón, ahora hasta las letras se imponen a que siga escribiendo, la h siempre se cruza en todas las palabras que escribo, tal vez todo esté en mi contra. Tal vez deba de hacerlo porque todo me lo impide, porque mi mente no fluye y mi léxico no sabe como decir, érase una vez un pantalón viejo que no aparenta la edad ni las caídas, ni está roto, pero sí muy desgastado, muy anciano, en términos humanos, este pantalón está en mi casa, debajo de mis plantas, aunque debo omitir eso porque ya lo dije antes; bueno es igual, en nada cambia la condición del pantalón el que yo repita las cosas. Este pantalón no es mío, pero siempre me ha pertenecido sin tenerlo, lo he visto desde que era joven, desde que lo llevaban ajustado al cuerpo con orgullo, lo conozco desde que lo habitaba un cuerpo extraño, un cuerpo con ojos que miraban siempre, desde que se incorporaba casi a la misma piel del que lo portaba. Lo he visto desde hace tanto, lo veía sin sentir siquiera la calidad de la tela, lo grueso del corte, y no me hacía falta, lo admiraba así, sin conocer las cualidades de su estructura. Llego a mi por circunstancias extrañas, yo no lo pedí, lo juro, aunque si lo desee mucho, tanto que el deseo se cohibía conmigo. Tanto que lo veía desarmarse con mis pensamientos rotos. Ahora puedo saber estas nimiedades con exactitud, pero importa tan poco que todavía yace a esta hora de la noche, en este día caluroso de cualquier mes estival, bajo mis pies con ampollas y uñas pintadas de morado casi negro. Yace aquí porque no importan sus hilos, ni botones, ni cremallera, ni bolsillos, porque sólo importa en la medida en que permanezca ahí: cerca, sucio, arrinconado, pisoteado, pero ahí en mi suelo, en mi pequeño pedazo de tierra sin tierra, en el cuadrito de piso que es mío, porque es donde mi pantalón ha encontrado descanso junto con mis recuerdos.

viernes, 11 de septiembre de 2009

paredes blancas

y yo me he quedado reducido a observar pájaros ...
Bukowski
Mientras rememoro a Bataille y escucho a Marlango, recuerdo una pared blanca, las calles vacías que he recorrido con los ojos cerrados de sueño, cuando son raros los días y las avenidas, cuando esperas sin esperar nada, pero sigues esperando. Mientras me acuerdo de Simona y su ojo vaginal, y escucho a Charly, con dos kilos de mierda en la boca; suelo recordar las frases que escribí hace días para un concurso que no ganaré, "me acuerdo" de las caras fracturadas de las putas de mi cuadra, de los dedos sin uña de un viejo borracho que me evocaba a Bukowski, de las luces podridas de esta puta ciudad como dice Fito.

Mientras intento buscarle un jodido título a este escrito absurdo, y no consigo encontrar alguno que le quede, y opto por dejar cualquier ridículo juego de palabras que se me ocurrieron en este momento, pasa por mi mente la ciudad de Buenos Aires que no conozco, con muchas luces, pero no brillantes como las de New York, ni las de la cagada París, estas con luces opacas, como me gustan a mí, luces apagadas, frías, solas. Y no sé por qué viene Novecento a joderme la memoria, con sus pasos silenciosos y vertiginosos, con su célebre frase, y las ganas inmensas de decir lo mismo siempre, pero claro a nadie le queda tan bien esa frase como a él, nadie suena igual.

Se reduce uno a tan poco, tan pocos trazos nos conforman, una frase vieja, una línea, una imagen hueca, un pasatiempo ajeno, una idea fija, una nota, un sonido extraviado, una combinación idiota de autores y personajes. La música ha cesado, la frase, el sonido, la imagen, el ideal, la infancia, la cara tonta, la mirada de ciervo muerto, las luces de Buenos Aires, los viejos locos muertos de hambre, los pianistas fenómenos, todo, la lucidez nunca fue tan perjudicial, no puedo fluir y esto se ha reducido a nada.

martes, 1 de septiembre de 2009

la muerte de la abuela

De niña pensaba que la muerte era ir con dios, pensaba que quien moría se iba a posar junto a las moscas verdes que adornaban los cuadros de San Miguel Arcángel y San Antonio de Padua. Un día soñé con la muerte, con la mía, y comprendí con cuatro años que esto nomás era un paseo, y sentí vértigo, mucho, y un miedo abrasador.

Esta elegía interrumpida en ocasiones, es la muestra viva de una historia familiar guiada por la muerte, rodeada por la fatalidad cotidiana, por las muertes de los otros, que también son tuyas, aún más tuyas. Es el canto sepulcral que desde niña he escuchado llamar a la puerta, cantar a las cinco de la mañana, llorar en las ventanas de cada habitación vacía.
Esta obsesión por la muerte es el patrimonio que heredé antes de nacer, antes de llegar pronosticada por la vida, vine al mundo acompañada por la muerte, por su paso lento, que nos ha alcanzado en cada muerto que se traga la tierra y la memoria.

La abuela murió hace una semana y su muerte ha sido una cuenta más de este rosario interminable de desvelos y tardes apáticas que la vida te otorga, una noche más de sueño entrecortado como la vida, como las muertes que dejan descansar y agotan. Su vida transcurrió siempre cerca de la mía, su sombra siempre estuvo cubriendo a mi sombra, su mano vieja siempre ocultó la mía, su ojo casi ciego, siempre apagó la luz del mío por las noches; su muerte ha significado mucho después de todo, aunque no signifiquen tanto las muertes, porque para eso estamos aquí. Y sin una sola lágrima, porque el llanto no sirve mas que para lavar los ojos, este recordatorio no es para afirmar su presencia ya extinta, sino para recordar mi herencia, mi patrimonio, la muerte ajena que siempre es nuestra, porque vivo sepultada con cada uno de mis muertos.

jueves, 13 de agosto de 2009

Esta es la historia de una pequeña herida

Esta es la historia de una pequeña herida, de un desgarradura ósea, de un dolor viejo que huele a hoja machucada. Es la historia de una cara vencida, de una dolencia vital. Es la punzada en el estómago al despertar, son las lágrimas de cada noche, ni una sola ha faltado. Tupidas como cielo nuevo, es la amargura de los días nublados, la sequedad en la boca y en las entrañas. Es la sequía de un cuerpo abandonado (si sólo fuéramos algo más). Es la historia de cada hombre que se desgarra, en habitaciones extrañas, es la historia del esclavo Mackandal, Louis Saint-Marino, Boukman, la del mendigo de la pierna engusanada, la de la niña que escribía sobre vidas ajenas, que hablaba de la independencia de Haití y sentía saberlo todo, la que deseaba vivir en una azotea y en una rama, y tener una batería hecha de latas y botes viejos, tocar y jamás dejar de hacerlo, y no volver a ser adulto, porque el hecho de imaginarlo la turbaba. Es la historia de las manos frías y los inviernos incandescentes, de los dedos pequeños y grandes, de las uñas sangrantes pintadas de azul, de los fríos trémulos, de los encuentros y las sensaciones, de los pezones erectos por el frío y el roce, de las texturas y posibilidades, de la humedad, el vacío y la cama. De lo ambiguo, lo volátil y ajeno, de lo propio y los colores.

Es la historia de los ojos, de las miradas combinadas, de los ojos marrón mirando fijamente, de la mirada oscura, de las pupilas bailándose, correspondiendo, frotándose como artefactos luminosos, como si fueran algo. Es la historia de las despedidas abiertas y las ansiedades perpetuas.

Es la pequeña historia decaída de cada rostro, de cada cerebro latiendo, es la historia de ese sueño, de las pesadillas y las tardes con hambre, del tiempo que no pasa y sin embargo pasa tanto, del punto fijo y fijo en la memoria, es la historia de las oraciones oscuras y la fe hermanable, la de los dolores de caderas y piernas reumáticas, la de uniformes blancos y negros, la de los espantos de madrugada y melodías sepulcrales.

Es la estructura de una historia pequeña y amarga, es el espacio habitado por habitaciones extrañas, por camas interminables, por cuerpos inaceptables, por huesos sin carne, sin hueso; cenizas blancas, hombres con bocas de follaje, hombres-feto, apenas una línea y la columna es: collares de huesos, joyas morbosas.

Mierda, mucha, toda ella abarcándolo todo, sucumbiendo a su forma, a su campo. Mierda para todo, para comer, para amar, mierda.

Mierda y hambre, son la misma cosa, la misma mancha, vista desde ángulos distintos.

Es la historia de la nada, de dolores que fueron algo, que fueron sal, de posibilidades sin labios que las hagan existir. La de la cantidad exacta, la de la máquina descompuesta, la de la bolsa rota, la de la foto borrosa y reconstruida con agua, con ojos fluyendo, la del Aleph, que se conformó con ser ojo marrón. La del olor de la boca de un muerto, la de un alambre sosteniéndonos la humanidad fragmentada, la de los tubos y las bolsas de sangre podrida, la del sopor del cementerio recién nacido, la del aborto de quince lustros.

Si sentir es un hecho, ¿quién asume ahora estos lastres que trae cada pequeña historia? Asumir el hecho es hacerse el hecho mismo, sentirnos hechos para esto, para desentumir nuestras dolencias, sentir el agobio, hermosos dentro de esta miseria humana, amar colocados en medio de las plagas, y en el golpeteo de un corazón cansado de vivir la grandeza de esta desgarradura. Mirar el mundo con una nueva tristeza, renovar la melancolía, que es la única forma de conocernos. Ver y después cegarse.



L. F.

viernes, 3 de julio de 2009

jueves por la noche

Era jueves por la noche, entré al baño con la mirada perdida y las manos apretadas, con frío y calor al mismo tiempo. Desnuda permanecí un rato sin pensar nada, sin moverme. El agua empezó a mojar mi cabello, y repentinamente un ruido conocido y que me inundó los ojos de imágenes me recorrió el espinazo. Era el timbre de mi teléfono obsoleto, la mano apresurada y temblorosa lo acercó a mi oreja, mientras en mi mente una frase se repetía “podrá ser, acaso será”, apreté el botón con la mano mojada y friolenta: “hola, bueno”. Nada, nada y todo, después todo. La inmensidad en mis ojos, la canción de cuna que alguien invisible y metafísico me cantó de niña, los primeros escalofríos, el génesis de todo: miradas cómplices, el cuarto día del penúltimo mes, las noches de diciembre de algún año que no recuerdo, los libros robados, los santos poetas, la mano del padre agonizante, mi cara reflejada en el cristal de un auto, mi trenza larga amarrada con un cordón dorado, una gafas oscuras, unas color azul. Llegó con la ultima frase Lispector y las cucarachas milagrosas, llegó su pasión y la mía, llegó una cara nueva con labios durazno, pilares viejos y órganos eróticos de iglesias majestuosas. Estuvo toda mi vida condensada en una voz, en una respiración pausada, en una melodía que venía de lejos, apenas perceptible, apenas mía. Estuve ahí, y mi alma se evaporó con la última nota: “oh, oh, la vida es más compleja de lo que parece”…