sábado, 13 de junio de 2009

INFANCIA



Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida.
Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía…

Clarice Lispector

La velocidad fue una constante en los primeros cincos años de mi vida. Las carreritas de la puerta de la calle a la cocina, con tortilla en mano y la cara inflada por la comida acumulada, con los labios destilando palabras incomprensibles, con las uñas de los pies levantadas y la cara roja de felicidad. Este alboroto lo causaban los sonidos casi apagados de los pasos de papá entrando a la casa, bastaba un rechinar de puertas para que el corazón se enroscara en la garganta y la corretiza empezaba: “córrele, corre papá que mamá te hizo salsita”. Sólo recuerdo que mi madre sonreía, seguramente era gracioso verme tan pequeña y desquiciada, tan ignorante de todo, tan sucia y con la mirada tan limpia.
Recuerdo los días después de la escuela, mi almohada vieja de león que siempre pedía para dormir la siesta junto a papá que veía las noticias; a las cuatro la tarde se estaba acostando en mis párpados, mientras me arrullaban los comerciales y el inevitable olor a nicotina que despedía el pecho de papá. No lo entendía y no pretendía hacerlo, como ahora sucede, pero sabía que todo eso me era necesario. Sabía sin saberlo que yo le rompería el corazón y que él me dejaría sola.
Cuando mamá enfermó, papá estaba muy angustiado, siempre supo sin admitirlo que él la necesitaba más que ella a él, siempre lo supo y nunca lo demostró. Sabía que mamá era imprescindible, sabía que nadie más que ella le prepararía “salsita”, sabía que ella lo amaba a veces tanto que lo maldecía. Y llegaba la hora de comer y sin mamá era tortuoso para él, pero lo hacía tan bien y la comida nunca fue tan divertida: sándwiches de mermelada, de todos los colores, de todas las frutas, el Paraíso en mi paladar, pensaba sin pensarlo; cucharadas de cajeta, vasos de leche espumosa y fría a las tres de la tarde, vivía en un cuento sin conocerlos aún.
Mamá sanó, pero nunca dejó de dolerle algo por dentro, y regresaron las comidas aburridas, las sopas calientes, los platos humeantes que provocaban sueño en el comedor. Y cuando no podía tragar ni uno de esos bocados molestos, pensaba en la nata untada sobre el pan dulce y en los vasos de leche con chocolate, pensaba en papá y la comida se deslizaba con facilidad, como agua de sandía y miel.
A los siete años sabía peinarme sola, lo hacía con maestría además de que maquillaba a mamá, lo hacía mejor que ella, lo había aprendido de la maestra Rosalina, experta en maquillaje y matemáticas, ella solía mezclar todo, y así fui aprendiendo que todo era importante, incluyendo la forma de aplicar rímel y de sostener el espejo. Mis compañeros de clase siempre me tomaron en cuenta, más de lo que yo hubiera deseado, siempre era el blanco de sus burlas, yo en esos años aún les temía, después sus bromas se convirtieron en música amable, en muestras de un afecto extraño, en familiaridad escondida, en “bueno si está flaca, pero se ve bien”.
Los años como decía papá no transcurren en vano, sólo nos queda lo que hemos perdido y todo aquello se te va de las manos como agua, piensas en los doce años, en los primeros síntomas de adolescencia y en los primeros dolores que estos cambios traen, piensas en eso y aún no lo asimilas por completo, como si no hiciera de aquello diez años, como si todavía pudieras subir al árbol del vecino con tu pantalón verde agua manchado de sangre, de aquella primera sangre, y no te importaba, mientras mamá te regañaba y te ordenaba con voz firme que te metieras a la casa, mientras papá lo sabía todo y fingía no darse cuenta, pero te cuidaba hasta de ti misma, y te pedía que usaras suéter, porque la incipiente mujercita ya se asomaba por esa blusa color beige; “papá esto no pasará, no me avergüences como tú te avergüenzas, no he dejado de ser niña, esto lo puedo controlar, esto se irá si dejo de comer, sabes, lo leí en una revista de modas, ¿por qué? porque también ya me interesan la ropa y las caras bonitas, nunca quise crecer por ti, la niña eterna, lo fui hasta hace tan poco”.
Un día sucede que ves a papá por la calle y tú estás en la otra acera, apenas adviertes que va caminando por ahí, estas ocupada en cosas de gente de tu edad, con amigos, con charlas y risas, y voltea a verte, con tristeza, con dignidad, con muchos más años, lo ves con una bolsa de plástico en la mano, alguna medicina, o quizá algún obsequio para ti, no, esta vez ya no, ese paquete ya no es para ti, tampoco él está ahí para ti y mucho menos tú, ya no paseas de su mano, ya no eres niña, ahora otras cosas te incumben: la lectura, los amigos, el arte, las canciones contestatarias, el compromiso social, “jamás lo entendería, esas cosas no las ven los viejos, ellos sólo viven para dios, para crearlo con la fe de sus ojos semiciegos”.
Estas parada en medio de la calle y lo ves cuando se lo come el horizonte, qué haces ahí sola, ve tras él, dile que te rescate de la vida, dile que te tome y te devuelva al silencio de la muerte primigenia, dile que te abrace y te incorpore a la materia de su cuerpo, a la partícula de donde saliste un día, dile que tenga cojones y te lleve de ahí porque ya no recuerdas el camino de regreso a casa, que te cargue y te ponga comida en la boca de su plato, que te compre una nieve arcoíris y te regañe cuando te salgas a la calle sin suéter y con calentura. Díselo cuando al pie del sepulcro le prometiste que se había acabado la niña, la que alimentaba con dulces y frutas, que la buscara junto a su cuerpo abultado de gusanos, recuérdale que ahí yace todavía, que se la regalaste para que tomaran juntos cada día la siesta de las cuatro de la tarde.

Melodía

Piano, disco, voz, línea cortante, cuerda, el perro parpadea al compás del piano, disco, voz, línea cortante, cuerda, el perro masca, escucha, duerme, los ojos azul vértigo, boca negra, nariz plástica, tanto tiempo ha pasado y nadie sospecha que dentro de mi y del universo que contienen las líneas que forman el espacio donde el perro se postra a meditar su existencia, donde se es todo y nada, hay madera, hay barquitos, hay transformación. En ese punto fijo y muerto donde la escalera no avanza, sólo se retrasa y da vueltas sobre la concavidad de los orificios oculares del perro y míos, la contienda de dos aortas pulsantes de líquido vital. Somos reflexivos, reiterativos, somos dos líneas que forman imágenes, pianos, discos, cuerdas, parpadeos de perros con ojos azul vértigo, que meditan sobre su existencia y la mía, que me hacen existir y hacen que esto que escribo se escriba, se contenga, sea existencia ajena, sea punto, línea primigenia, disco, perro, cuerda, piano, yo.