viernes, 6 de noviembre de 2009

historia de un pantalón

Hay un pantalón en la casa color beige, justo debajo de mis pies, que tiene una historia; pese a estar tan maltratado es muy querido, le conservo porque le necesito, porque me hace sentir segura saberlo ahí, entre las cosas que no sirven, en el suelo, con mugre y cucarachas dentro. Tiene sin embargo una historia, una historia que puede ser la mía y la de otros pantalones, o la de otras personas; aunque no se parece nada a mi vida, debo contar su historia porque la conozco y me lastima no relatarla. Me quema no sacarla, me pica en el brazo como una mosca verdosa.

Sé que debo iniciar la historia, pero no se cómo, no se cómo se empieza una historia, y mucho menos cómo se cuenta la historia de un pantalón como este, con hilos dorados colgando y botones perfectos, con bolsillos pequeños y grandes, con estrechez maravillosa, no tengo idea, es más difícil de lo que pensé. Creo que claudicaré en mi tarea, creo que jamás podré hacerlo, no puedo hablar de él sin hablar de mí, sé que no tiene relación un objeto con otro, pero eso me indica este impulso que también me dijo que debería de narrar la historia del pantalón, ahora hasta las letras se imponen a que siga escribiendo, la h siempre se cruza en todas las palabras que escribo, tal vez todo esté en mi contra. Tal vez deba de hacerlo porque todo me lo impide, porque mi mente no fluye y mi léxico no sabe como decir, érase una vez un pantalón viejo que no aparenta la edad ni las caídas, ni está roto, pero sí muy desgastado, muy anciano, en términos humanos, este pantalón está en mi casa, debajo de mis plantas, aunque debo omitir eso porque ya lo dije antes; bueno es igual, en nada cambia la condición del pantalón el que yo repita las cosas. Este pantalón no es mío, pero siempre me ha pertenecido sin tenerlo, lo he visto desde que era joven, desde que lo llevaban ajustado al cuerpo con orgullo, lo conozco desde que lo habitaba un cuerpo extraño, un cuerpo con ojos que miraban siempre, desde que se incorporaba casi a la misma piel del que lo portaba. Lo he visto desde hace tanto, lo veía sin sentir siquiera la calidad de la tela, lo grueso del corte, y no me hacía falta, lo admiraba así, sin conocer las cualidades de su estructura. Llego a mi por circunstancias extrañas, yo no lo pedí, lo juro, aunque si lo desee mucho, tanto que el deseo se cohibía conmigo. Tanto que lo veía desarmarse con mis pensamientos rotos. Ahora puedo saber estas nimiedades con exactitud, pero importa tan poco que todavía yace a esta hora de la noche, en este día caluroso de cualquier mes estival, bajo mis pies con ampollas y uñas pintadas de morado casi negro. Yace aquí porque no importan sus hilos, ni botones, ni cremallera, ni bolsillos, porque sólo importa en la medida en que permanezca ahí: cerca, sucio, arrinconado, pisoteado, pero ahí en mi suelo, en mi pequeño pedazo de tierra sin tierra, en el cuadrito de piso que es mío, porque es donde mi pantalón ha encontrado descanso junto con mis recuerdos.

viernes, 11 de septiembre de 2009

paredes blancas

y yo me he quedado reducido a observar pájaros ...
Bukowski
Mientras rememoro a Bataille y escucho a Marlango, recuerdo una pared blanca, las calles vacías que he recorrido con los ojos cerrados de sueño, cuando son raros los días y las avenidas, cuando esperas sin esperar nada, pero sigues esperando. Mientras me acuerdo de Simona y su ojo vaginal, y escucho a Charly, con dos kilos de mierda en la boca; suelo recordar las frases que escribí hace días para un concurso que no ganaré, "me acuerdo" de las caras fracturadas de las putas de mi cuadra, de los dedos sin uña de un viejo borracho que me evocaba a Bukowski, de las luces podridas de esta puta ciudad como dice Fito.

Mientras intento buscarle un jodido título a este escrito absurdo, y no consigo encontrar alguno que le quede, y opto por dejar cualquier ridículo juego de palabras que se me ocurrieron en este momento, pasa por mi mente la ciudad de Buenos Aires que no conozco, con muchas luces, pero no brillantes como las de New York, ni las de la cagada París, estas con luces opacas, como me gustan a mí, luces apagadas, frías, solas. Y no sé por qué viene Novecento a joderme la memoria, con sus pasos silenciosos y vertiginosos, con su célebre frase, y las ganas inmensas de decir lo mismo siempre, pero claro a nadie le queda tan bien esa frase como a él, nadie suena igual.

Se reduce uno a tan poco, tan pocos trazos nos conforman, una frase vieja, una línea, una imagen hueca, un pasatiempo ajeno, una idea fija, una nota, un sonido extraviado, una combinación idiota de autores y personajes. La música ha cesado, la frase, el sonido, la imagen, el ideal, la infancia, la cara tonta, la mirada de ciervo muerto, las luces de Buenos Aires, los viejos locos muertos de hambre, los pianistas fenómenos, todo, la lucidez nunca fue tan perjudicial, no puedo fluir y esto se ha reducido a nada.

martes, 1 de septiembre de 2009

la muerte de la abuela

De niña pensaba que la muerte era ir con dios, pensaba que quien moría se iba a posar junto a las moscas verdes que adornaban los cuadros de San Miguel Arcángel y San Antonio de Padua. Un día soñé con la muerte, con la mía, y comprendí con cuatro años que esto nomás era un paseo, y sentí vértigo, mucho, y un miedo abrasador.

Esta elegía interrumpida en ocasiones, es la muestra viva de una historia familiar guiada por la muerte, rodeada por la fatalidad cotidiana, por las muertes de los otros, que también son tuyas, aún más tuyas. Es el canto sepulcral que desde niña he escuchado llamar a la puerta, cantar a las cinco de la mañana, llorar en las ventanas de cada habitación vacía.
Esta obsesión por la muerte es el patrimonio que heredé antes de nacer, antes de llegar pronosticada por la vida, vine al mundo acompañada por la muerte, por su paso lento, que nos ha alcanzado en cada muerto que se traga la tierra y la memoria.

La abuela murió hace una semana y su muerte ha sido una cuenta más de este rosario interminable de desvelos y tardes apáticas que la vida te otorga, una noche más de sueño entrecortado como la vida, como las muertes que dejan descansar y agotan. Su vida transcurrió siempre cerca de la mía, su sombra siempre estuvo cubriendo a mi sombra, su mano vieja siempre ocultó la mía, su ojo casi ciego, siempre apagó la luz del mío por las noches; su muerte ha significado mucho después de todo, aunque no signifiquen tanto las muertes, porque para eso estamos aquí. Y sin una sola lágrima, porque el llanto no sirve mas que para lavar los ojos, este recordatorio no es para afirmar su presencia ya extinta, sino para recordar mi herencia, mi patrimonio, la muerte ajena que siempre es nuestra, porque vivo sepultada con cada uno de mis muertos.

jueves, 13 de agosto de 2009

Esta es la historia de una pequeña herida

Esta es la historia de una pequeña herida, de un desgarradura ósea, de un dolor viejo que huele a hoja machucada. Es la historia de una cara vencida, de una dolencia vital. Es la punzada en el estómago al despertar, son las lágrimas de cada noche, ni una sola ha faltado. Tupidas como cielo nuevo, es la amargura de los días nublados, la sequedad en la boca y en las entrañas. Es la sequía de un cuerpo abandonado (si sólo fuéramos algo más). Es la historia de cada hombre que se desgarra, en habitaciones extrañas, es la historia del esclavo Mackandal, Louis Saint-Marino, Boukman, la del mendigo de la pierna engusanada, la de la niña que escribía sobre vidas ajenas, que hablaba de la independencia de Haití y sentía saberlo todo, la que deseaba vivir en una azotea y en una rama, y tener una batería hecha de latas y botes viejos, tocar y jamás dejar de hacerlo, y no volver a ser adulto, porque el hecho de imaginarlo la turbaba. Es la historia de las manos frías y los inviernos incandescentes, de los dedos pequeños y grandes, de las uñas sangrantes pintadas de azul, de los fríos trémulos, de los encuentros y las sensaciones, de los pezones erectos por el frío y el roce, de las texturas y posibilidades, de la humedad, el vacío y la cama. De lo ambiguo, lo volátil y ajeno, de lo propio y los colores.

Es la historia de los ojos, de las miradas combinadas, de los ojos marrón mirando fijamente, de la mirada oscura, de las pupilas bailándose, correspondiendo, frotándose como artefactos luminosos, como si fueran algo. Es la historia de las despedidas abiertas y las ansiedades perpetuas.

Es la pequeña historia decaída de cada rostro, de cada cerebro latiendo, es la historia de ese sueño, de las pesadillas y las tardes con hambre, del tiempo que no pasa y sin embargo pasa tanto, del punto fijo y fijo en la memoria, es la historia de las oraciones oscuras y la fe hermanable, la de los dolores de caderas y piernas reumáticas, la de uniformes blancos y negros, la de los espantos de madrugada y melodías sepulcrales.

Es la estructura de una historia pequeña y amarga, es el espacio habitado por habitaciones extrañas, por camas interminables, por cuerpos inaceptables, por huesos sin carne, sin hueso; cenizas blancas, hombres con bocas de follaje, hombres-feto, apenas una línea y la columna es: collares de huesos, joyas morbosas.

Mierda, mucha, toda ella abarcándolo todo, sucumbiendo a su forma, a su campo. Mierda para todo, para comer, para amar, mierda.

Mierda y hambre, son la misma cosa, la misma mancha, vista desde ángulos distintos.

Es la historia de la nada, de dolores que fueron algo, que fueron sal, de posibilidades sin labios que las hagan existir. La de la cantidad exacta, la de la máquina descompuesta, la de la bolsa rota, la de la foto borrosa y reconstruida con agua, con ojos fluyendo, la del Aleph, que se conformó con ser ojo marrón. La del olor de la boca de un muerto, la de un alambre sosteniéndonos la humanidad fragmentada, la de los tubos y las bolsas de sangre podrida, la del sopor del cementerio recién nacido, la del aborto de quince lustros.

Si sentir es un hecho, ¿quién asume ahora estos lastres que trae cada pequeña historia? Asumir el hecho es hacerse el hecho mismo, sentirnos hechos para esto, para desentumir nuestras dolencias, sentir el agobio, hermosos dentro de esta miseria humana, amar colocados en medio de las plagas, y en el golpeteo de un corazón cansado de vivir la grandeza de esta desgarradura. Mirar el mundo con una nueva tristeza, renovar la melancolía, que es la única forma de conocernos. Ver y después cegarse.



L. F.

viernes, 3 de julio de 2009

jueves por la noche

Era jueves por la noche, entré al baño con la mirada perdida y las manos apretadas, con frío y calor al mismo tiempo. Desnuda permanecí un rato sin pensar nada, sin moverme. El agua empezó a mojar mi cabello, y repentinamente un ruido conocido y que me inundó los ojos de imágenes me recorrió el espinazo. Era el timbre de mi teléfono obsoleto, la mano apresurada y temblorosa lo acercó a mi oreja, mientras en mi mente una frase se repetía “podrá ser, acaso será”, apreté el botón con la mano mojada y friolenta: “hola, bueno”. Nada, nada y todo, después todo. La inmensidad en mis ojos, la canción de cuna que alguien invisible y metafísico me cantó de niña, los primeros escalofríos, el génesis de todo: miradas cómplices, el cuarto día del penúltimo mes, las noches de diciembre de algún año que no recuerdo, los libros robados, los santos poetas, la mano del padre agonizante, mi cara reflejada en el cristal de un auto, mi trenza larga amarrada con un cordón dorado, una gafas oscuras, unas color azul. Llegó con la ultima frase Lispector y las cucarachas milagrosas, llegó su pasión y la mía, llegó una cara nueva con labios durazno, pilares viejos y órganos eróticos de iglesias majestuosas. Estuvo toda mi vida condensada en una voz, en una respiración pausada, en una melodía que venía de lejos, apenas perceptible, apenas mía. Estuve ahí, y mi alma se evaporó con la última nota: “oh, oh, la vida es más compleja de lo que parece”…

sábado, 13 de junio de 2009

INFANCIA



Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida.
Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía…

Clarice Lispector

La velocidad fue una constante en los primeros cincos años de mi vida. Las carreritas de la puerta de la calle a la cocina, con tortilla en mano y la cara inflada por la comida acumulada, con los labios destilando palabras incomprensibles, con las uñas de los pies levantadas y la cara roja de felicidad. Este alboroto lo causaban los sonidos casi apagados de los pasos de papá entrando a la casa, bastaba un rechinar de puertas para que el corazón se enroscara en la garganta y la corretiza empezaba: “córrele, corre papá que mamá te hizo salsita”. Sólo recuerdo que mi madre sonreía, seguramente era gracioso verme tan pequeña y desquiciada, tan ignorante de todo, tan sucia y con la mirada tan limpia.
Recuerdo los días después de la escuela, mi almohada vieja de león que siempre pedía para dormir la siesta junto a papá que veía las noticias; a las cuatro la tarde se estaba acostando en mis párpados, mientras me arrullaban los comerciales y el inevitable olor a nicotina que despedía el pecho de papá. No lo entendía y no pretendía hacerlo, como ahora sucede, pero sabía que todo eso me era necesario. Sabía sin saberlo que yo le rompería el corazón y que él me dejaría sola.
Cuando mamá enfermó, papá estaba muy angustiado, siempre supo sin admitirlo que él la necesitaba más que ella a él, siempre lo supo y nunca lo demostró. Sabía que mamá era imprescindible, sabía que nadie más que ella le prepararía “salsita”, sabía que ella lo amaba a veces tanto que lo maldecía. Y llegaba la hora de comer y sin mamá era tortuoso para él, pero lo hacía tan bien y la comida nunca fue tan divertida: sándwiches de mermelada, de todos los colores, de todas las frutas, el Paraíso en mi paladar, pensaba sin pensarlo; cucharadas de cajeta, vasos de leche espumosa y fría a las tres de la tarde, vivía en un cuento sin conocerlos aún.
Mamá sanó, pero nunca dejó de dolerle algo por dentro, y regresaron las comidas aburridas, las sopas calientes, los platos humeantes que provocaban sueño en el comedor. Y cuando no podía tragar ni uno de esos bocados molestos, pensaba en la nata untada sobre el pan dulce y en los vasos de leche con chocolate, pensaba en papá y la comida se deslizaba con facilidad, como agua de sandía y miel.
A los siete años sabía peinarme sola, lo hacía con maestría además de que maquillaba a mamá, lo hacía mejor que ella, lo había aprendido de la maestra Rosalina, experta en maquillaje y matemáticas, ella solía mezclar todo, y así fui aprendiendo que todo era importante, incluyendo la forma de aplicar rímel y de sostener el espejo. Mis compañeros de clase siempre me tomaron en cuenta, más de lo que yo hubiera deseado, siempre era el blanco de sus burlas, yo en esos años aún les temía, después sus bromas se convirtieron en música amable, en muestras de un afecto extraño, en familiaridad escondida, en “bueno si está flaca, pero se ve bien”.
Los años como decía papá no transcurren en vano, sólo nos queda lo que hemos perdido y todo aquello se te va de las manos como agua, piensas en los doce años, en los primeros síntomas de adolescencia y en los primeros dolores que estos cambios traen, piensas en eso y aún no lo asimilas por completo, como si no hiciera de aquello diez años, como si todavía pudieras subir al árbol del vecino con tu pantalón verde agua manchado de sangre, de aquella primera sangre, y no te importaba, mientras mamá te regañaba y te ordenaba con voz firme que te metieras a la casa, mientras papá lo sabía todo y fingía no darse cuenta, pero te cuidaba hasta de ti misma, y te pedía que usaras suéter, porque la incipiente mujercita ya se asomaba por esa blusa color beige; “papá esto no pasará, no me avergüences como tú te avergüenzas, no he dejado de ser niña, esto lo puedo controlar, esto se irá si dejo de comer, sabes, lo leí en una revista de modas, ¿por qué? porque también ya me interesan la ropa y las caras bonitas, nunca quise crecer por ti, la niña eterna, lo fui hasta hace tan poco”.
Un día sucede que ves a papá por la calle y tú estás en la otra acera, apenas adviertes que va caminando por ahí, estas ocupada en cosas de gente de tu edad, con amigos, con charlas y risas, y voltea a verte, con tristeza, con dignidad, con muchos más años, lo ves con una bolsa de plástico en la mano, alguna medicina, o quizá algún obsequio para ti, no, esta vez ya no, ese paquete ya no es para ti, tampoco él está ahí para ti y mucho menos tú, ya no paseas de su mano, ya no eres niña, ahora otras cosas te incumben: la lectura, los amigos, el arte, las canciones contestatarias, el compromiso social, “jamás lo entendería, esas cosas no las ven los viejos, ellos sólo viven para dios, para crearlo con la fe de sus ojos semiciegos”.
Estas parada en medio de la calle y lo ves cuando se lo come el horizonte, qué haces ahí sola, ve tras él, dile que te rescate de la vida, dile que te tome y te devuelva al silencio de la muerte primigenia, dile que te abrace y te incorpore a la materia de su cuerpo, a la partícula de donde saliste un día, dile que tenga cojones y te lleve de ahí porque ya no recuerdas el camino de regreso a casa, que te cargue y te ponga comida en la boca de su plato, que te compre una nieve arcoíris y te regañe cuando te salgas a la calle sin suéter y con calentura. Díselo cuando al pie del sepulcro le prometiste que se había acabado la niña, la que alimentaba con dulces y frutas, que la buscara junto a su cuerpo abultado de gusanos, recuérdale que ahí yace todavía, que se la regalaste para que tomaran juntos cada día la siesta de las cuatro de la tarde.

Melodía

Piano, disco, voz, línea cortante, cuerda, el perro parpadea al compás del piano, disco, voz, línea cortante, cuerda, el perro masca, escucha, duerme, los ojos azul vértigo, boca negra, nariz plástica, tanto tiempo ha pasado y nadie sospecha que dentro de mi y del universo que contienen las líneas que forman el espacio donde el perro se postra a meditar su existencia, donde se es todo y nada, hay madera, hay barquitos, hay transformación. En ese punto fijo y muerto donde la escalera no avanza, sólo se retrasa y da vueltas sobre la concavidad de los orificios oculares del perro y míos, la contienda de dos aortas pulsantes de líquido vital. Somos reflexivos, reiterativos, somos dos líneas que forman imágenes, pianos, discos, cuerdas, parpadeos de perros con ojos azul vértigo, que meditan sobre su existencia y la mía, que me hacen existir y hacen que esto que escribo se escriba, se contenga, sea existencia ajena, sea punto, línea primigenia, disco, perro, cuerda, piano, yo.